El hartazgo generalizado de la población ya señala claramente un sistema que nos empuja y casi obliga a seguir aumentando el gasto en todo.
Da igual el nombre que le queramos atribuir. Da igual que Arcadi Olivares lo denomine decrecimiento lógico en sus conferencias, que Leopoldo Abadía hable de economía responsable en cualquiera de sus numerosas entrevistas, o que José Luis Sanpedro explique el fin de capitalismo cada vez que se le pregunta por nuestro sistema de bienestar. El caso es que la crisis nos ha dado una colleja en toda regla, y parece que ese golpe nos está despertando de un plácido sueño donde el derroche y el descontrol marcaron nuestros últimos años. Ahora, por suerte y sin remedio, nos estamos dando cuenta que este ritmo no equivale a desarrollo, sino a despilfarro. Y llegados a este punto, el ciudadano de a pie empieza a distinguir entre lo que debe ser, y lo que los organismos, gobiernos y demás dirigentes quieren hacernos creer, siempre dirigidos por los hilos que mueven los mercados y las grandes fortunas de este planeta. Todos estos conceptos vienen a enseñarnos lo mismo, la ética y la conciencia de lo que está bien, los límites a donde se puede llegar con los recursos de los que disponemos, y lo más importante de todo, que no se puede crear un sistema en el que todo el mundo vive con unos capitales, unos fondos, y unos recursos que no existen en ningún sitio. Ni tampoco ponernos en manos de los que más tienen, porque ellos lo único que buscan es tener más, y por eso han llegado donde han llegado, y nos han dejado como nos han dejado.
Hubo un tiempo en el que el comercio, los alimentos y enseres, y los servicios se compraban y vendían a través del trueque o cambio. Entonces se creó el dinero como instrumento para facilitar el comercio y la compra venta, pero en ningún momento se creó como herramienta para hacerse poderoso a costa de los demás, ni para hacer dinero del dinero, sin ofrecer nada a cambio. Quizás ahora, aunque sea por imposición, las sociedades deberán cambiar, el sistema deberá replantearse, y por lo menos, aunque no lo haga, la gente vivirá cada vez más concienciada de que este no es el camino. Y como bien dice José Luis Sanpedro en el prólogo de ¡Indignaos! “podrán obligarnos a hacer las cosas, pero no con nuestra conformidad ni con nuestro entusiasmo. Y si podemos minar el pasadizo, lo minaremos; y si podemos explotarlo, lo explotaremos».
"El ciudadano empieza a distinguir entre lo que debe ser, y lo que los organismos y gobiernos quieren hacernos creer."